
Yo tenía ocho años cuando estalló la crisis del coronavirus. Recuerdo que mis padres estaban muy nerviosos. Mi padre trabajaba en una tienda por la que pasaba mucha gente por lo que el riesgo de contagio era alto, pero el problema era mi madre. Debido a “patologías previas”, frase que se puso de moda en los medios de comunicación, estaba inmunodeprimida así que estaban muy preocupados por un contagio que en su caso podía ser mortal.
Recuerdo los dos meses y medio de cuarentena. Los primeros días fueron una fiesta. Mis padres organizaron el día para que fuera lo más parecido a un día rutinario normal y corriente. Despertador a las nueve de la mañana, desayuno, una hora de ejercicio a las diez, tres de estudio hasta la hora de comer, dos de lectura en la sobremesa y tres libres por la tarde para jugar. Me pasaba las tardes jugando al Fifa 20 con mi hermano, cuando aún se usaban los mandos para jugar a videojuegos, cuando aún existía la Fifa. A partir de los tres o cuatro días, dejó de parecerme una fiesta. Escuchaba de fondo la tele dando malas noticias constantemente y al cabo de un par de días les pedí a mis padres que no la pusieran más, me hacía sentir triste sin saber porqué. Mis padres discutían mucho, la mayor parte de las veces por tonterías. Mi hermano y yo discutíamos mucho, el cien por cien de las veces por tonterías. La felicidad de los primeros días se iba agotando, igual que la comida y el papel higiénico, y el encierro empezaba a pesarnos. A mí sobre todo. Era un torbellino. Antes del encierro tenía 3 entrenamientos de rugby y dos de atletismo a la semana, más una competición de cada uno de los deportes. Estar en casa, dicen mis padres, me consumía, necesitaba quemar la energía pero nada era suficiente.
Recuerdo que unos meses antes de la cuarentena monté en avión por primera vez en mi vida. Nos fuimos a Oxford a ver a mis tíos. Mis padres eran trabajadores de clase baja, y aún así pudieron pagar el avión a los cuatro por increíble que parezca ahora. No tuvimos que pedir ningún permiso especial, ni siquiera el pasaporte. Solo cogimos un avión y nos plantamos allí. Estuvimos una semana visitando cada rincón sin mascarillas, ni guantes, ni distancia de seguridad. De hecho, nos quedamos a dormir en casa de mis tíos sin tener que tener nuestro pasaporte biológico actualizado, ni siquiera existía eso. A mi padre le daba miedo montar en avión y recuerdo cómo, paseando por el Támesis, nos contaba lo irracional de su miedo viendo pasar un avión por minuto por el cielo de Londres. No había desaparecido uno de nuestra vista cuando aparecía otro por el lado opuesto. Había miles de vuelos diarios por toda Europa. Europa era como se llamaba antes a toda esta zona, más o menos desde Rusia hasta Iberia. Y se podía viajar de un país a otro como si fuera tu propio país solo con una identificación. No me acuerdo bien, pero creo que ni siquiera había controles del ejército en las fronteras.
También recuerdo lo difícil que fue para mi hermano. Tenía quince años en ese momento y estaba enamorado de una chica de su clase. Nunca había dado un beso a una chica. Era el último de su clase y cuando parecía que estaba a punto todo se cortó de repente teniendo que pasar tanto tiempo en casa. ¿Sabéis lo que era un beso entonces? Juntar tus labios con los del otro durante un rato, incluso introducir la lengua de cada uno en la boca de otro. Suena raro ahora, lo sé, pero os juro que era así. No os voy a hablar de cómo se hacían los niños porque directamente no me creeríais.
Me ha venido este recuerdo hoy 10 de Julio de 2050, 30 años después de la declaración del estado de excepción permanente cuando he salido a comprar con la cartilla de racionamiento y un soldado me ha pegado un culatazo con el rifle por llevar la cabeza tapada con un gorro. Puta calvicie.
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